7 de Julio 2004

Mi Cuento Favorito (1)

Hace mucho tiempo que lei este cuento. Y me encanto. No es un cuento feliz, ni tipico, aunque si tenga parte topica, pero es su trasfondo inteligente que hace pensar lo que me atrajo de sobremanera de este. Su titulo "Sonata Sin Acompañamiento"
Ya en mi anterior pagina colgue este cuento que cogi del libro y transcribi yo mismo. Ahora lo recupero de alli para ponerle en el lugar donde se merece y me deis vuestra opinion.

SONATA SIN ACOMPAÑAMIENTO

AFINANDO
Cuando Christian Haroldsen tenía seis meses, las pruebas preliminares revelaron una predisposición hacia el ritmo y una aguda percepción del diapasón. Otras pruebas revelaron muchas otras aptitudes, pero el ritmo y el diapasón eran los signos regentes de su zodíaco personal, y se inició la tarea de reforzarlos. Los Haroldsen recibieron cintas de un sinfín de sonidos, y se les indicó que pasaran las grabaciones continuamente, durante la vigilia y el sueño.

Cuando Christian Haroldsen cumplió los dos años, su séptima batería de pruebas señaló el futuro que seguiría inevitablemente. Su creatividad era excepcional, su curiosidad insaciable, su comprensión de la música tan intensa que la carátula de todas las pruebas decía .

Prodigio fue la palabra que lo llevó desde el hogar de sus padres hasta una casa en un profundo bosque caduco, donde el invierno era crudo y violento y el verano una breve y desesperada erupción de verdor. Se crió al cuidado de criados que no cantaban, y la única música que se le permitía oír era el canto de los pájaros, el murmullo del viento y el crujido de la madera en invierno; el trueno, y tenue crepitar de las hojas doradas al desprenderse y caer a tierra; la lluvia en el tejado y el goteo del agua desde los carámbanos; el parloteo de las ardillas y el profundo silencio de la nieve en una noche sin luna.

Estos sonidos eran la única música consciente de Christian; las sinfonías de sus primeros años constituían un recuerdo remoto e irrecuperable. Y también aprendió a oír música en cosas no musicales, pues tenía que hallar música incluso donde no existía.

Descubrió que los colores formaban sonidos en su mente; en verano el resplandor del sol era un cornetazo vibrante; en invierno el claro de la luna, un gemido agudo y plañidero; el lozano verdor de la primavera, un susurro de ritmos aleatorios; el relampagueo de un zorro rojo entre las hojas, un jadeo de sobresalto.

Y aprendió a ejecutar esos sonidos en su Instrumento.

En el mundo había violines, trompetas, clarinetes y cuernos, tal como ocurría desde hacía siglos. Christian no sabía nada de eso. Sólo disponía de su Instrumento. Con eso bastaba.

Christian vivía en una habitación de su casa, casi siempre a solas: una cama (no demasiado mullida), una silla y una mesa, una máquina silenciosa que lo aseaba y le limpiaba la riopa, y una lámpara eléctrica.

La otra habitación sólo contenía el Instrumento. Era una consola con teclas, flejes, palancas y barras, y cuando Christian tocaba una parte emitía un sonido. Cada tecla emitía un sonido distinto; cada punto de los flejes emitía un tono diferente, cada palanca modificaba el tono; cada barra alteraba la estructura del sonido.

Cuando llegó a la casa, Christian jugaba (siendo un niño) con el Instrumento, produciendo ruidos extraños y curiosos. Era su único compañero de juegos; aprendió a usarlo, a producir cualquier sonido que deseara. Al principio se inclinó por los tonos estentóreos, estridentes. Luego comenzó a jugar con tonos suaves y altos, y a tocar dos sonidos al mismo tiempo, y a combinar esos dos sonidos para producir otro, y a repetir una secuencia de sonidos que había ejecutado antes.

Poco a poco los sonidos del bosque se introdujeron en la música que ejecutaba. Aprendió a lograr que los vientos cantaran a través del Instrumento, aprendió a transformar el verano en una canción que él podía tocar a voluntad; los pájaros graznaban en el Instrumento con toda la pasión de la soledad de Christian.

Y el rumor se difundió entre los Escuchas licenciados:

- Hay un nuevo sonido al norte de aquí, al este de aquí: Christian Haroldesen, que os desgarrará el corazón con sus canciones.

Los escuchas acudieron, al principio un puñado para los que la variedad era todo, luego aquellos que ensalzaban la novedad y la moda, y al fin los que valoraban principalmente la belleza y la pasión. Acudieron, y acamparon en el bosque de Christian, y escucharon la música que se irradiaba por altavoces perfectos desde el tejado de la casa. Cuando la música cesaba, y Christian salía de la casa, veía a los Escuchas que se alejaban; preguntó a qué iban y le respondieron; le maravilló que las cosas que hacía por amor en su Instrumento pudieran interesar a los demás.

Extrañamente, sintió aún más soledad al saber que podía cantar para los Escuchas pero nunca podría oír sus canciones.

-Pero no tienen canciones - le explicó la mujer que le servía la comida todos los días -. Son Escuchas. Tú eres Hacedor. Tú tienes canciones, y ellos escuchan.

-¿Por qué?- preguntó Christian con inocencia. La mujer se quedó asombrada.

-Porque es lo que más les gusta. Les han pasado pruebas y su mayor
felicidad es ser Escuchas. Tu mayor felicidad es ser Hacedor. ¿No eres feliz?

-Sí- respondió Christian, y decía la verdad. Su vida era perfecta, y no hubiera cambiado nada, ni siquiera la dulce tristeza de las espaldas de los Escuchas que se alejaban cuando terminaban las canciones.

Christian tenía siete años.

PRIMER MOVIMIENTO
Por tercera vez, aquel hombre bajito con gafas y un incongruente mostacho se atrevió a esperar en la maleza a que saliera Christian. Por tercera vez se sentía abrumado por la belleza de la canción que acababa de finalizar, una melancólica sinfonía que hacía presentir la caída de las hojas aunque aún estaban en pleno verano. El Otoño es inevitable, decía la canción de Christian; durante toda su vida las hojas contienen el poder de morir, y eso debe colorear su vida. El hombre bajito con gafas sollozó. Pero cuando concluyó la canción y los demás Escuchas se alejaron, se ocultó en la maleza y aguardó.

Esta vez la espera obtuvo su recompensa. Christian salió de la casa, caminó entre los árboles y enfiló hacia donde aguardaba el hombre bajito con gafas. El hombre bajito admiró la soltura y el aplomo de Christian. El compositor aparentaba unos treinta años, pero había algo aniñado en su modo de mirar alrededor, su modo de pasear sin rumbo, su costumbre de detenerse para tocar ( sin romper) una ramita caída con los pies descalzos.

-Christian- llamó el hombre de gafas.

Christian se volvió sobresaltado. En todos estos años, ningún Escucha le había hablado. Estaba prohibido. Christian conocía la ley.

-Está prohibido- advirtió Christian.

-Ten- dijo el hombre bajito con gafas, alargándole un pequeño objeto negro.

-¿Qué es?-El hombre bajito esbozó una mueca.

-Sólo cógelo. Oprime el botón y tocará.

-¿Tocará?

-Música.-Christian dilató los ojos.

-Pero esto está prohibido. No puedo permitir que la labor de otros músicos contamine mi creatividad. Eso me haría imitativo y derivativo en vez de original.

-Discursos- replicó el hombre-. Sólo recitas esas palabras. Esta es la música de Bach.- Había reverencia en su voz.

-No puedo- dijo Christian

El hombre bajo sacudió la cabeza.

-No sabes. No sabes lo que te pierdes. Pero lo oí en tu canción cuando vine aquí hace años, Christian. Necesitas esto.

-Está prohibido- insistió Christian, pues le desconcertaba que un hombre quisiera realizar un acto prohibido a sabiendas, y no atinaba a comprender que debía responder con otro acto.

-Se oyeron pasos y voces a lo lejos, el hombre bajito se asustó. Corrió hacia Christian, le puso el grabador en la mano y echó a andar hacia la puerta de la reserva.

Christian cogió el grabador y lo alzó contra la mancha de la luz que atravesaba las hojas. Tenía un brillo opaco.

-Bach- dijo Christian-. ¿Quién es Bach?

Pero no tiró el grabador. Tampoco se lo entregó a la mujer que acudió a preguntarle qué quería el hombre bajito con gafas.

-Se quedó por lo menos diez minutos.

-Yo le vi sólo un momento- respondió Christian.

-¿Y?

-Quería que oyera una música. Tenía un grabador.

-¿Te lo dio?

-No- dijo Christian-. ¿Acaso aún no lo tiene?

-Debe de haberlo tirado en el bosque.

-Dijo que era Bach.

-Está prohibido. Es todo lo que necesitas saber. Si encuentras el grabador, Christian, ya conoces la ley.

-Te lo daré.-Ella lo miró severamente.

-Sabes qué ocurriría si escucharas esas cosas.-Christian asintió.

-Muy bien. Nosotros también lo buscaremos. Hasta mañana, Christian. Y la próxima vez que alguien se quede más tiempo, no hables con él. Regresa a la casa y cierra las puertas con llave.

-Eso haré- asintió Christian.

Cuando la mujer se marchó, Christian tocó el Instrumento durante horas. Más Escuchas acudieron, y los que habían oído antes a Christian se sorprendieron de su confusa canción.

Esa noche hubo una tormenta estival, viento y lluvia y truenos, y Christian no pudo dormir. No por la música del tiempo, pues estaba acostumbrado a las tormentas. Era por el grabador que guardaba detrás del Instrumento, contra la pared. Christian había vivido treinta años rodeado por ese lugar bello y agreste y la música que componía. Pero ahora...

Ahora estaba intrigado. ¿Quién era Bach? ¿Quién es Bach? ¿Qué es su música? ¿Por qué es diferente a la mía? ¿Ha descubierto cosas que yo ignoro?

¿Qué es su música?

¿Qué es su música?

Al romper el alba, cuando amainaba la tormenta y cesaba el viento, Christian se levantó después de pasar la noche en vela, cogió el grabador y lo conectó.

Al principio sonaba extraño, como ruido, sonidos extraños que nada tenía que ver con los sonidos de la vida de Christian. Pero las estructuras eran claras, y al final de la grabación, que duraba menos de media hora, Christian dominaba la idea de la fuga y el sonido del clave le vibraba en la mente.

Pero sabía que lo descubrirían si permitía que esas cosas afloraran en su música, así que no intentó componer una fuga. No intentó imitar la música del clave.

Y cada noche escuchaba la grabación, aprendiendo cada vez más, hasta que al final llegó el Observador.

El Observador era ciego, y lo guiaba un perro. Llegó hasta la puerta, y como era Observador, la puerta se abrió sin necesidad de que llamara.

-Christian Haroldsen, ¿Dónde está el grabador?- preguntó el Observador.

-¿Grabador?- contestó Christian, pero comprendió que sería inútil, así que cogió el aparato y se lo entregó al Observador.

-Oh, Christian- se lamentó el Observador, con voz apenada-.¿Por qué no lo entregaste sin escucharlo?

-Quise hacerlo- respondió Christian-,¿Pero cómo lo supiste?

-Porque de pronto no hay fugas en tu obra. De pronto tus canciones han perdido esos aires que evocan a Bach. Y has dejado de experimentar con sonidos nuevos. ¿Qué estás tratando de eludir?

-Esto-dijo Christian, y se sentó y al primer intento imitó el sonido del clave.

-Pero nunca lo habías intentado hasta ahora, ¿eh?

-Pensé que lo notarías.

-Fugas y claves, las dos cosas que notaste primero... y las únicas cosas que no asimilaste a tu música. Todas tus canciones de estas semanas están imbuidas de Bach, pero no había fugas ni clave. Has infringido la ley. Te pusimos aquí porque eras un genio que creaba cosas nuevas inspirándose sólo en la naturaleza. Ahora, por supuesto, te has convertido en derivativo, y una creación auténticamente nueva te es imposible. Tendrás que marcharte.

-Lo sé-asintió Christian, con miedo pero sin entender cómo sería la vida fuera de su casa.

-Te educaremos para las tareas que puedas realizar ahora. No pasarás hambre. No morirás de aburrimiento. Pero como has infringido la ley, una cosa te estará prohibida.

-La música.

-No toda la música. Hay música de una clase, Christian, que la gente común, los que no son Escuchas, pueden apreciar. La radio, la televisión y la música grabada. Pero la música viva y la música nueva te estarán prohibidas. No puedes cantar. No puedes tocar un instrumento. No puedes ejecutar un ritmo.

-¿Por qué no?

El Observador sacudió la cabeza.

-El mundo es demasiado perfecto, demasiado apacible, demasiado feliz para que permitamos que un inadaptado que ha violado la ley propague el descontento. La gente normal crea cierta música, y no hace nada mejor porque no tiene aptitud para aprender. Pero si tú... no importa. Es la ley. Y si compones más música, Christian, serás castigado drásticamente. Drásticamente.

Christian asintió, y cuando el Observador le pidió que lo acompañara, lo acompañó, dejando la casa, los bosques y el Instrumento. Al principio lo tomó con calma, como un castigo inevitable por su infracción; pero no tenía ni idea de lo que significaría el castigo, el abandono de su Instrumento.

A las cinco horas gritaba y pataleaba, porque sus dedos echaban de menos el contacto de las teclas, palancas, flejes y barras del Instrumento, y no podía tenerlo, y ahora sabía que antes nunca había estado solo.

Tardó seis meses en estar preparado para una vida normal. Cuando se marchó del Centro de Reeducación (un edificio pequeño, pues rara vez se usaba), parecía cansado, y mayor, y no sonreía. Lo nombraron conductor de un camión de reparto, porque los análisis decían que era el trabajo que lo afligiría menos, y le recordaría menos su pérdida, y absorbería más sus aptitudes e intereses restantes.

Repartía dónuts en tiendas.

Y de noche descubrió los misterios del alcohol, y el alcohol y los dónuts y el camión y sus sueños bastaron para contentarlo. Nosentía cólera. Podía vivir así el resto de su vida, sin amargura.

Repartía dónuts frescos y se llevaba los que estaban rancios.

SEGUNDO MOVIMIENTO
-Con un nombre como Joe- decía Joe-,tuve que abrir un bar, para poner un letrero que dijera Bar Joe. - Y reía sin cesar, pues Bar Joe era un nombre bastante gracioso en esos tiempos.

Pero Joe era buen camarero, y el Observador lo había puesto en el lugar indicado. No en una gran ciudad, sino en un pueblo, a poca distancia de la autopista, donde a menudo acudían los camioneros; un pueblo a poca distancia de una gran ciudad, de modo que abundaban temas para la charla, la preocupación, la protesta y el entusiasmo.

El Bar Joe era un sitio agradable, y contaba con muchos parroquianos. No eran gente famosa ni borracha, sino gente solitaria y amigable en la proporción adecuada.

-Mis clientes son como un buen cóctel, la pizca necesaria de esto y aquello para lograr un nuevo sabor que es más apetecible que los ingredientes.- Joe era un poeta, un poeta de alcohol, y como muchos otros, a menudo decía-: Mi padre era abogado, y en los viejos tiempos yo también hubiera terminado por ser abogado, y nunca habría sabido qué me perdería.

Joe tenía razón. Y era un excelente camarero que no deseaba ser otra cosa, así que era feliz.

Sin embargo, una noche llegó un cliente nuevo, un hombre con un camión de reparto de dónuts y una marca de dónuts en el uniforme. Joe reparó en él porque el silencio lo rodeaba como un olor. Cuando él pasaba, la gente bajaba la voz y desviaba los ojos, o callaba, y todos se ponían cabizbajos y miraban las paredes y el espejo. El hombre de los dónuts se sentó en un rincón y pidió un trago con agua, lo cual implicaba que deseaba quedarse un buen rato y no quería tomarse demasiado alcohol de golpe para no tener que marcharse.

Joe era observador, y notó que ese hombre no dejaba de mirar al rincón donde estaba el piano. Era una vieja y desafinada monstruosidad de los viejos tiempos (pues hacía mucho que ese local era un bar) y Joe se preguntó por qué el hombre estaría tan fascinado. Muchos clientes se interesaban, pero siempre tecleaban unas notas, buscaban una melodía, fallaban y desistían. Este hombre, en cambio, parecía temeroso del piano, y no se le acercaba.

A la hora de cerrar, el hombre aún estaba allí, y Joe, impulsivamente, en vez de pedirle que se marchara, apagó la música enlatada y encendió casi todas las luces, fue hasta el piano, levantó la tapa y expuso las teclas grisáceas.

El repartidor de dónuts se acercó al piano. Chris, decía la placa con el nombre. Se sentó y tocó una tecla. El sonido no era agradable. Pero el hombre tocó las teclas una por una, y luego las tocó en otro orden, y Joe observaba preguntándose por qué el hombre demostraba tanta pasión.

-Chris- dijo Joe. Chris no miró.

-¿Conoces alguna canción?.-Chris puso cara rara.

-Me refiero a esas antiguas canciones, no esas porquerías de moda que ponen en la radio para hacerte menear el trasero, sino canciones. En un pueblecito español. Mi mamá me la cantaba.- Y Joe se puso a cantar-: En un pueblecito español, fue en una noche así. Las estrellas observaban, fue una noche así.

Chris se puso a tocar mientras la débil y átona voz de barítono de Joe continuaba con la canción. Pero no era un acompañamiento, en absoluto. Al contrario, se oponía a la melodía, la atacaba, y los sonidos que salían del piano eran raros y discordantes, pero bellísimos. Joe dejó de cantar y se puso a escuchar. Escuchó dos horas, y cuando hubo concluido sirvió una copa para su cliente, otra para él, y brindó por Chris, el repartidor de dónuts, que era capaz de lograr que aquel viejo armatoste cantara.

Chris regresó tres noches después, con aire inquieto y asustadizo. Pero esta vez Joe sabía que ocurriría ( lo que tenía que ocurrir), y en vez de esperar a la hora de cierre, apagó la música enlatada diez minutos antes. Chris lo miró con ojos implorantes. Joe entendió mal. Fue hasta el piano, alzó la tapa del teclado y sonrió. Chris caminó rígidamente hasta el taburete, de mala gana, y se sentó.

-Oye, Joe-gritó uno de los últimos clientes-, ¿cierras temprano?

Joe no respondió. Sólo observó mientras Chris se ponía a tocar. Esta vez no hubo preliminares ni escalas ni amagos con las teclas. Sólo energía, y arrancó del piano más de lo que el piano podía ofrecer; las notas malas, las notas desafinadas, se integraban a la música de tal modo que sonaba bien, y los dedos de Chris, ignorando las restricciones de la escala dodecafónica, tocaban, pensó Joe, en los intersticios.

Ningún cliente se marchó hasta que Chris terminó, una hora y media después. Todos compartieron esa copa final y se fueron a casa sobrecogidos por la experiencia.

Chris regresó a la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Al parecer había ganado, o perdido, la batalla íntima que lo había alejado los primeros días después de su primera noche de concierto. No era cosa de Joe. Joe sólo sabía que cuando Chris tocaba el piano, sentía cosas que nunca había sentido al escuchar música, y le gustaba.

También a los clientes. Hacia la hora de cierre comenzaba a llegar gente para oír a Chris. Joe empezaba cada vez más temprano con la música del piano, y tuvo que interrumpir las copas gratuitas después del concierto porque la concurrencia era tan numerosa que habría quebrado.

Esto continuó durante dos largos y extraños meses. El camión de reparto aparcaba fuera y la gente se apartaba para dejar entrar a Chris. Nadie le decía nada, pero todos aguerdaban hasta que empezaba a tocar el piano. Chris no bebía, sólo tocaba. Y entre una canción y otra los cientos de parroquianos del Bar Joe comían y bebían.

Pero la jovialidad se disipó. Faltaban las risas, la charla y el espíritu de camadería, y al cabo Joe se cansó de la música y quiso que el local volviera a ser como antes. Pensó en deshacerse del piano, pero los clientes se hubieran enfurecido. Pensó en pedir a Chris que no fuera más, pero no reunía el valor suficiente para hablarle a ese hombre silencioso.

Y al fin hizo lo que supo que debía haber hecho hace tiempo atrás. Llamó a los Observadores.

Llegaron en medio de un concierto, un Observador ciego con un perro con su traílla, y un Observador sin orejas que caminaba tambaleándose, apoyándose en cosas para mantener el equilibrio. Llegaron en medio de una canción y no aguardaron a que concluyera, Fueron hasta el piano y cerraron la tapa suavemente. Chris apartó los dedos y miró la tapa cerrada.

-Oh, Christian- se lamentó el hombre con el perro lazarillo.

-Lo siento- respondió Christian-. Traté de evitarlo.

-Oh, Christian, ¿cómo podré hacer lo que debe hacerse?

-Hazlo- dijo Christian.

Y el hombre sin orejas extrajo un cuchillo láser del bolsillo de la chaqueta y le cortó los dedos. El láser cauterizaba y esterilizaba la herida al cortar, pero aun así el uniforme de Christian se salpicó de sangre. Christian, con manos que ahora eran palmas absurdas y nudillos inútiles, se levantó y se marchó del Bar Joe. La gente le cedió el paso, y todos escucharon el silencio mientras el Observador ciego declaraba:

-Ese hombre infringió la ley, y le fue prohibido ser Hacedor. Ha infringido la ley por segunda vez, y la ley sostiene que se debe impedir que desbarate el sistema que os hace tan felices.

Todos comprendieron. Sintieron pena y apresión durante algunas horas, pero cuando regresaron a sus cómodos hogares y volvieron a sus cómodos empleos, la mera satisfacción de su vida ahogó la momentánea pena por Chris. A fin de cuentas, Chris había violado la ley. Y la ley los mantenía felices y a salvo.

Incluso Joe. Incluso Joe se olvidó pronto de Chris y su música. Sabía que había hacho lo correcto. Pero no entendía como un hombre como Chris había infringido la ley, ni qué ley había infringido. No había ley en el mundo que no estuviera destinada a hacer feliz a la gente, y no había una ley que Joe tuviera el mínimo interés en infringir.

Sin embargo, una vez Joe fue hasta el piano, alzó la tapa y tocó todas las teclas. Y después apoyó la cabeza en el piano y lloró, porque supo que cuando Chris había perdido ese piano, cuando había perdido los dedos y nunca más podría tocar, fue como si él perdiera su bar. Si Joe perdiera su Bar, la vida no valdría la pena.

En cuanto a Chris, otra persona empezó a asistir al bar en el mismo camión de reparto de dónuts, y nadie volvió a saber de Chris en esa parte del mundo.


TERCER MOVIMIENTO
-Qué bella mañana- cantó el hombre de la cuadrilla vial que había visto Oklahoma! Cuatro veces en su pueblo natal

-¡Mece mi alma en el seno de Abraham! - cantó el hombre de la cuadrilla vial, que había aprendido a cantar cuando su familia se reunía con guitarras.

-¡Guíanos, amable luz, en medio de las tinieblas!- cantó el hombre creyente de la cuadrilla vial.

Pero el hombre de la cuadrilla vial sin manos, que sostenía las señales que indicaban al tráfico que se detuviera o anduviera despacio, escuchaba sin cantar.

-¿Por qué no cantas nunca?- preguntó el hombre de la cuadrilla vial a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein. Siempre les preguntaba a todos.

Y el hombre llamado Azúcar se encogió de hombros.

-No tengo ganas de cantar- decía, las pocas veces que hablaba.

-¿Por qué le llaman Azúcar?- preguntó el nuevo -. A mí no me parece muy dulce.

Y el hombre que era creyente dijo:

-Sus iniciales son CH. Como esa marca de azúcar, C&H.- Y el nuevo se echó a reír. Una broma estúpida, pero una de esas ocurrencias que facilitaba la vida a la cuadrilla.

Claro que esa vida no era tan dura. Pues esos hombres también habían pasado una serie de pruebas, y hacían el trabajo que los hacía más felices. Se enorgullecían de las quemaduras de sol y del esfuerzo de los músculos, y la carretera que se alargaba a sus espaldas era la cosa más bella del mundo. Y así cantaban todo el día en su trabajo, sabiendo que no podían ser más felices. Excepto azúcar.

Luego llegó Guillermo. Un mexicano bajo que hablaba inglés con acento.

-Aunque venga de Sonora, mi corazón está en Milán- decía Guillermo.

Y cuando alguien le preguntaba por qué (y también cuando nadie le preguntaba), explicaba:

-Soy un tenor italiano con cuerpo mexicano.

Y para demostrarlo cantaba todas las notas que había escrito Puccini y Verdi

-Caruso no era nada- se jactaba Guillermo-. ¡Escuchad esto!

Guillermo tenía discos, y cantaba con ellos, y mientras trabajaba con la cuadrilla acompañaba las canciones de los demás, armonizaba con ellas, o cantaba un obligato por encima de la melodía , un tenor raudo que echaba a volar tapando las nubes.

-Yo sé cantar- decía Guillermo.

-¡Claro que sí, Guillermo!- respondían los demás -. !Canta otra vez!

Pero una noche Guillermno decidió ser franco.

-Ah, amigos míos, yo no sé cantar.

-¿Qué quieres decir? ¡Claro que sí!- fue la respuesta unánime.

-¡Pamplinas!- exclamó Guillermo con voz teatral -. Si canto tan bien ¿por qué no grabo canciones? ¿Eh? ¿Esto es un gran cantor? ¡Tonterías! Los grandes cantores son educados para ser grandes. Yo soy sólo un hombre a quien le gusta cantar, pero jamás estaría en la ópera. ¡Jamás!

No lo decía con tristeza, sino con fervor, con confianza.

-¡Este es mi lugar! ¡Puedo cantar a quienes les gusta oírme! Puedo armonizar con los demás cuando siento una armonía en el corazón. Pero no debéis creer que Guillermo es un gran cantante, pues no lo es.

Era una noche de sinceridad, y todos explicaron por qué eran tan felices en la cuadrilla y no deseaban estar en otra parte. Todos menos Azúcar.

-Vamos, Azúcar, ¿por qué no eres feliz aquí?

Azúcar sonrió.

-Soy feliz. Me gusta esto. Es buen trabajo para mí. Y me gusta oíros cantar.

-¿Entonces por qué no cantas con nosotros?

Azúcar sacudió la cabeza.

-No sé cantar.

Pero Guillermo lo miró con picardía.

-¡Conque no sabes cantar! No sabes cantar. Un hombre sin manos que se niega a cantar no es un hombre que no sepa cantar, ¿eh?

-¿Qué diantre significa eso?- preguntó el hombre que cantaba canciones folclóricas.

Significa que este hombre que llamáis Azúcar es un impostor. ¡No sabe cantar! Miradle las manos. ¡Sin dedos! ¿Quién corta los dedos a un hombre?

Nadie trató de adivinarlo. Había muchos modos de perder los dedos, y no eran asunto suyo.

-Perdió los dedos porque violó la ley y los Observadores se los cortaron. Así es como se pierden los dedos. ¿Qué hacía con los dedos para que los Observadores quisieran detenerlo? Estaba infringiendo la ley, ¿eh?

-Basta- ordenó Azúcar.

-Como quieras- dijo Guillermo, pero esta vez los demás no respetaron la intimidad de Azúcar.

-Cuéntanoslo- pidieron.

Azúcar se marchó de la habitación.

-Cuéntanoslo.

Guillermo se lo contó. Que Azúcar debía de haber sido un Hacedor que infringió la ley y tenía prohibido componer música. La sola idea de que un Hacedor trabajara con ellos en la carretera- aunque fuera un infractor- los llenó de asombro. Los Hacedores eran raros, y eran los más preciados entre hombres y mujeres.

-¿Y por qué los dedos?

-Porque seguramente trató de componer música de nuevo. Y cuando infringes la ley por segunda vez, te quitan la capacidad para infringirla por tercera vez- explicó Guillermo con seriedad, y la cuadrilla vial consideró que la historia de Azúcar era majestuosa y terrible como una ópera. Invadieron la habitación de Azúcar, y lo encontraron mirando la pared.

-Azúcar, ¿es verdad?- preguntó el hombre a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein.

-¿Eras un Hacedor?- preguntó el creyente.

-Sí- dijo Azúcar.

-Pero Azúcar- dijo el creyente -, Dios no puede admitir que un hombre deje de hacer música aunque haya violado la ley.

Azúcar sonrió.

-Nadie le preguntó a Dios.

-Azúcar- dijo al fin Guillermo -, en esta cuadrilla somos nueve, y estamos a Kilómetros de distancia de los demás seres humanos. Tú nos conoces, Azúcar. Juramos sobre la tumba de nuestra madre, todos y cada uno de nosotros, que nunca se lo contaremos a nadie. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Eres uno de los nuestros, ¡Pero canta, hombre, canta!

-No puedo- dijo Azúcar -. No lo entiendes.

-Es lo que quiso Dios- dijo el hombre que creía -. Todos hacemos lo que nos apetece, y tú amas la música y no puedes cantar una nota. ¡Canta para nosotros! ¡Canta con nosotros! ¡Y sólo tú, nosotros y Dios lo sabremos!

Todos lo prometieron. Todos lo juraron

Y al día siguiente, cuando el hombre a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein cantó Amor, aparta los ojos, Azúcar se puso a tararear. Cuando el creyente cantó Dios de nuestros padres, Azúcar cantó en voz baja. Y cuando el hombre al que le gustaban las canciones folclóricas cantó Desciende, dulce carroza, Azúcar lo acompañó con un extraño gorjeo y todos rieron, aplaudieron y acogieron con gusto la voz de Azúcar.

Inevitablemente Azúcar empezó a inventar. Primero armonías, extrañas armonías ante las cuales Guillermo frunció el ceño y luego sonrió, tratando de entender lo que Azúcar hacía con la música.

Y después de las armonías, Azúcar se puso a cantar sus propias melodías, con sus propias letras. Las hacía repetitivas, con letras sencillas y melodías aún más sencillas. Poco después, el hombre a quien le gustaban Rodgers y Hammerstein y el hombre que cantaba canciones folclóricas y el hombre creyente aprendieron las canciones de Azúcar y las cantaban con alegría, o con pesar, o con furia, o con jovialidad, mientras trabajaban en el camino.

Incluso Guillermo aprendió las canciones, y su potente voz de tenor fue alterada por ellas hasta que su voz, que antes era corriente, se volvió bella e insólita.

-Oye, Azúcar- dijo Guillermo un día -, tu música es un desastre, hombre. Pero me gusta el cosquilleo que me produce en la nariz, sabes. Me gusta el sabor que me deja en la boca.

Algunas canciones eran himnos. Consérvame el hambre, Señor, cantaba Azúcar, y la cuadrilla también cantaba.

Algunas canciones eran de amor: Mete las manos en los bolsillos de otro, cantaba Azúcar con furia; Oigo tu voz por la mañana, cantaba Azúcar con ternura; ¿Ha llegado el verano?, cantaba Azúcar con tristeza; y la cuadrilla también cantaba.

Con el correr de los meses la cuadrilla sufría cambios; un hombre se iba el miércoles y uno nuevo lo reemplazaba el jueves, pues se necesitaban diversas aptitudes en diversos lugares. Azúcar callaba cuando llegaba uno nuevo, hasta que el hombre prometía guardar el secreto.

Lo que destruyó a Azúcar fue que sus canciones eran inolvidables. Los hombres que iban cantaban las canciones con otras cuadrillas, y las cuadrillas las aprendían y las enseñaban a otros. Los peores enseñaban las canciones en tabernas y en el camino; la gente las aprendía deprisa y se aficionaba a ellas; y un día un Observador ciego oyó las canciones y supo al instante quién las había entonado por primera vez. Era la música de Christian Haroldsen, porque incluso en esas sencillas melodías silbaban los bosques del norte y la caída de las hojas pesaba opresivamente sobre cada nota. El Observador suspiró. Cogió un instrumental especializado y abordó un avión y voló hasta la ciudad más cercana al lugar de trabajo de cierta cuadrilla. Y el Observador ciego cogió un coche de la compañía con un chófer de la compañía y al final de la carretera, donde el camino comenzaba a internase en un tramo desierto, se apeó del coche para oír el canto. Oyó una voz que gorjeaba una canción que haría llorar incluso a un ciego.

-Christian- llamó el Observador, y el canto se interrumpió.

-Tú - dijo Christian.

-Christian, ¿también después de haber perdido los dedos?

Los demás no entendían nada, excepto Guillermo.

-Observador- dijo Guillermo -,Observador, él no ha causado ningún daño.

El Observador sonrió con amargura.

-Nadie dijo que lo hiciera. Pero ha infringido la ley, A ti, Guillermo, ¿te gustaría trabajar como criado en casa de un rico? ¿Te gustaría ser cajero en un banco?

-No me saques de la cuadrilla, hombre- dijo Guillermo.

-La ley encuentra los lugares donde la gente es feliz. Pero Christian Haroldesen ha infringido la ley. Y desde entonces hace escuchar a la gente música que no debería escuchar.

Guillermo supo que había perdido la batalla de antemano, pero no pudo contenerse.

-No le hagas daño, hombre. Yo tenía que escuchar esa música. Te lo juro por Dios, me ha hecho más feliz.

El Observador meneó la cabeza tristemente.

-Sé sincero, Guillermo. Tú eres un hombre sincero. Su música te ha hecho desgraciado, ¿verdad? Tienes todo lo que puedes desear en la vida, y sin embargo su música te aflige. Continuamente.

Guillermo trató de discutir, pero era sincero, y examinó su corazón y supo que esa música estaba llena de pesar. Incluso las canciones felices eran melancólicas; incluso las canciones iracundas lloraban; incluso las canciones de amor sugerían que todo perece y la satisfacción es muy fugaz. Guillermo examinó su corazón, vio la música de Azúcar y sollozó.

-Pero no le hagas daño- murmuró llorando.

-No lo haré- aseguró el Observador ciego. Se acercó a Christian, quien aguardaba pasivamente, y acercó el instrumental especial a la garganta de Christian.

Christian jadeó.

-No- dijo, pero la palabra sólo se formó con los labios, y la lengua. No salió ningún sonido. Sólo un siseo de aire-. No.

La cuadrilla guardó silencio mientras el Observador se llevaba a Christian. Nadie cantó durante días. Pero un día Guillermo olvidó su pena y cantó un aria de La Bohéme. y a partir de entonces las canciones continuaron. De vez en cuando cantaban una canción de Azúcar, porque eran inolvidables.


En la ciudad, el Observador ciego dio a Christian una libreta y una pluma. Christian cogió la pluma con la palma y escribió: <¿Qué haré ahora?>

El conductor leyó la nota en voz alta, y el Observador ciego rió.

-¡Vaya si tenemos un trabajo para ti! ¡Oh, vaya si tenemos un trabajo para ti!

El perro ladró al oír la risa del amo.


OVACIÓN
En todo el mundo había sólo una veintena de Observadores. Eran hombres furtivos que supervisaban un sistema que requería poca supervisión porque hacía felices a casi todos. Era un buen sistema, pero al igual que las máquinas más perfectas, de vez en cuando se estropeaba. Aquí y allá alguien cometía un desliz, y causaba daño, y para proteger a todos y a esa persona, un Observador tenía que corregir el desliz.

Durante muchos años el mejor Observador fue un hombre sin dedos, un hombre sin voz. Llegaba en silencio, vestido con el uniforme que le daba el único nombre que necesitaba: Autoridad. Y hallaba el modo más benévolo, más fácil y más tajante de resolver el problema, curar la locura y preservar el sistema que, por primera vez en la historia, hacía del mundo un buen sitio donde vivir. Para casi todos.

Pues aún había algunos - un par al año - que se encerraban en un círculo fraguado por sí mismos, que no podían adaptarse al sistema ni abstenerse de dañarlo, seres que insistían en infringir la ley aun sabiendo que eso los destruiría.

Con el tiempo, cuando las mutilaciones y privaciones no lograban curar la locura e integrarlos al sistema, les daban uniformes y ellos también salían a observar.

Las llaves del poder quedaban en manos de quienes tenían más causas para odiar el sistema que debían preservar. ¿Eran desdichados?

-Lo soy- respondía Christian cuando se atrevía a hacerse la pregunta.

Y con desdicha cumplía su deber. Con desdicha envejeció. Y al fin los demás Observadores, que reverenciaban al hombre silencioso (pues sabían que en el pasado había cantado magníficas canciones), le dijeron que era libre.

-Has cumplido tu condena- dijo el Observador sin piernas, y sonrió.

Christian enarcó una ceja, como diciendo: <¿Y qué?>

-Ve a vagabundear.

Christian vagabundeó. Se quitó el uniforme, pero como no le faltaba dinero ni tiempo, halló pocas puertas cerradas. Vagabundeó por lugares donde había vivido sus vidas anteriores. Un camino en las montañas. Una ciudad donde antes conocía la entrada de cargas de cada restaurante, café y almacén. Y al fin un paraje boscoso donde una casa se desmoronaba en la intemperie porque hacía cuarenta años que estaba en desuso. Christian era viejo. El trueno rugió advirtiéndole que llovería. Todas las viejas canciones. Todas las viejas canciones, lloró para sus adentros, más por haberlas olvidado que por considerar que su vida había sido triste.

Sentado en un café de un pueblo cercano para guarecerse de la lluvia, oyó que cuatro adolescentes tocaban la guitarra, cantando con voz desafinada una canción que conocía. Era una canción que Christian había inventado mientras vertía asfalto en un bochornoso día de verano. Los adolescentes no eran músicos y desde luego no eran Hacedores. Pero cantaban la canción de corazón, y aunque la letra era alegre, hacía llorar a todos.

Christian escribió en la libreta que siempre llevaba consigo, y mostró su pregunta a los muchachos:<¿De dónde vino esa canción?>

-Es una canción de Azúcar- respondió el jefe del grupo -. Es una canción que compuso Azúcar.

Christian enarcó una ceja, se encogió de hombros.

-Azúcar era un tío que trabajaba en una cuadrilla vial y componía canciones. Pero ha muerto- explicó el muchacho.

-Las mejores canciones del mundo- añadió otro chico, y todos aprobaron.

Christian sonrió. Luego escribió (mientras los chicos esperaban con impaciencia a que ese viejo mudo se marchara): <¿No sois felices? ¿Por qué cantáis canciones tristes?>

Los chicos no hallaban respuesta. Pero el cabecilla habló.

-Claro que soy feliz. Tengo un buen trabajo, una novia que me gusta. Hombre, no podría pedir más. Tengo mi guitarra. Tengo mis canciones. Tengo mis amigos.

-Estas canciones no son tristes- dijo otro -. Claro que hacen llorar a la gente, pero no son tristes.

-Ajá- intervino otro -. Es sólo que las escribió un hombre que sabe.

<¿Qué sabe qué?>, garrapateó Christian.

-Sólo sabe. Sabe, eso es todo. Lo sabe todo.

Y los adolescentes continuaron rasgueando torpemente las guitarras y cantando con sus voces jóvenes y toscas. Christian enfiló hacia la puerta para marcharse, pues la lluvia había cesado y sabía cuándo abandonar el escenario. Saludó a los cantantes con un cabeceo. Ellos lo ignoraron, pero sus voces eran la mejor ovación. Salió hacia donde las hojas cambiaban de color y pronto, con un crujido inaudible, se desprenderían para caer al suelo.

Por un instante creyó oírse cantar. Pero sólo eran los últimos soplos de l viento vibrando en los cables que se elevaban sobre la calle. Era una canción frenética, y Christian le pareció reconocer su voz.

Escrito por Evilender a las 7 de Julio 2004 a las 11:54 AM
Comentarios

el cuento es muy bonito, muy muy bonito.
donde lo leiste?

Escrito por sylvara a las 7 de Julio 2004 a las 03:50 PM

Wenas noches!!!! ufff, ahora que me pongo a currar resulta que empiezas a poner cosas interesantes... ;)
Lo primero darte las gracias por ponerlo, creo que en algun cometario por ahi atras, algo lejos..., dije que me gustaba mucho este cuento y tal...
A ver si mañana despues de currar, o este finde me lo puedo releer y comentar algo mas... pero bueno, decir que sylvara tiene mucha razon en que es muy bonito, y que aun recuerdo cuando me lo diste y me lo lei por primera vez.
Es un cuento que hace pensar bastante... con un gran contenido, y que he tenido presente unas cuantas veces...
En fin, ahora es tarde y mañana a las 6 sonara mi despertador... y aun me quedan unas cosas por recoger y preparar... :S:S:S espero poder comentar pronto este pedazo de cuento y que se abra un gran debate, con muchas impresiones y conclusiones...
Un beso muy grande, cielo.

Escrito por ToMaTe a las 8 de Julio 2004 a las 01:06 AM

Asqueroso, yo que me acabo de despertar con ganas de postear algo chulo, y resulta que ya te me has adelantado... Jejeje!
El cuento es sencillamente genial, algo triste, pero precioso. Pero tiene, como todos los cuentos, su moraleja, y su "consuelo" para el protagonista. Como moraleja yo veo algo así como que "No importa lo que el resto haga o diga, haz aquello para lo que naciste". Y commo compensación para el pobre Christian, le queda el orgullo de saberse creador de las canciones que todo el mundo adora e interpreta.
En fin, si me apetece luego pondré un poema muy muy chocante, pero que es uno de mis favoritos, de uno de mis libros favoritos.

Escrito por WeBoy a las 8 de Julio 2004 a las 01:56 PM

Wenas tardes chicos!
Poz ci, este cuento lo he recuperado en parte porque lo pediste tu Tomate, y en parte porque es uno de mis favoritos y merecia estar aqui.
Para mas informacion el cuento es de Orson Scott Card y esta recogido en el libro "Mapas sobre el espejo" un libro recopilador de cuentos del autor que ha creado y publicado a lo largo de toda su vida (hasta 1999 mas o menos que es el libro) Mi ejemplar lo tengo prestado, pero cuando me lo devuelvan os pondre mas datos sobre el cuento, incluso las propias conclusiones del autor que vienen en el libro.
weboy espero poder leer ese poema que dices pronto :) por cierto, que tal si diseccionamos el cuento? ;)

Escrito por EvilEnder a las 8 de Julio 2004 a las 03:16 PM
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